En los años cuarenta, Xalapa era aún una ciudad pequeña, con pintorescas casas de tejas y macetas en los balcones, rodeada por dispersos barrios. Era común que las mujeres lavaran en lugares públicos, donde además se entretenían con chismes y comentarios de la vida ajena. Acostumbraban también a dejar ropa tendida al sereno para blanquearla. Cierta vez, en los lavaderos de la avenida Ruíz Cortines, aconteció algo insólito: las prendas puestas a la intemperie desaparecían todas las noches. Las vecinas reclamaron enojadas los robos al velador, exigiéndole que cuidara sus pertenencias con mayor atención.
El policía, alertado, extremó la vigilancia para atrapar al responsable. Una noche, divisó a una mujer de blanco, con el cabello enmarañado sobre la espalda, cubriéndole a un costado de la cara, que restregaba furiosa una sábana, entre pilas de ropa. Desconcertó al guardián el frenesí con que enjabonaba y golpeaba la ropa. Se acercó extrañado hasta el lavadero para advertir a la señora que ésas no eran horas de estar trabajando. Le tocó el hombro y le dijo: -¿Por qué está levantada a las tres de la madrugada? Es muy tarde ya; vaya a su casa y acuéstese.
Ella no respondió nada y continuó con su obsesiva tarea. El guardia insistió:
-Señora ¿está sorda? Mañana termine de lavar.
Molesta por los regaños, la lavandera volteó, se acomodó el pelo hacia atrás y le mostró una tremebunda cara de caballo sudorosa y con ojos que lloraban. El hombre se quedó impávido y sintiendo como si el cuerpo entero se electrizara. Entre relinchos y gemidos, la espeluznante criatura exclamó:
-¿Y qué? ¿Está usted mudo?
Después se escabulló por los fregaderos y tomando una ladera como resbaladilla, enfiló para el arroyo. Cuando sólo se veía una mancha blanca flotante, un grito retumbó desde lo lejos:
¡Ay las ropas de mis hijos!
Al día siguiente, las vecinas le preguntaron al velador si había averiguado algo sobre el misterioso ladrón, porque algunas oyeron que estuvo hablando con alguien. Este respondió que sí, que una de las compañeras únicamente podía trabajar en las noches. Y no dio más detalles. Las señoras se enteraron que el guardia había solicitado el cambio de turno y sección. Todas fueron a pedirle que se quedara, explicándole que sinceramente lo apreciaban y se habían acostumbrado a su protección. El vigilante accedió con una condición: «Está bien, pero no dejen nunca más la ropa al sereno. Esa lavandera nocturna cree que ustedes no han podido con el trabajo y viene con la intención de ayudarlas».
Fuente: ‘Historias, cuentos y leyendas de Xalapa’ 3ra Edición 2011